“¡Ah, canijo!, ya cayó otro”, digo cuando escucho por el interfón aquello de “Sr. Castañeda, pase a Servicios”. Cuando llegué al dichoso cubículo me encontré a Daniel, uno de los guardias de seguridad del mercado, quien me informó sobre lo acontecido: la señora sentada en una de las sillas de la oficina había sido sorprendida robándose unos calcetines. Ésta es una de las cosas que me cagan de la gente: que intente robarse, sin tener necesidad, chingaderitas como ésas.

La señora tiene unos sesenta años, pelucona bien peinada, huele a clase media alta. Cuando me acerco a ella se suelta a llorar y entre sollozos me dice: “Se los voy a pagar pero por favor, no llame a mi hija”, agarrándome el saco. “No sé ni me importa quién diablos es su hija, vieja cleptómana”, pienso decirle, pero no lo hago, mientras trato de que me suelte.

“Dígame señora, ¿por qué roba?”, le inquiero en un tono seco. Ella intenta contestarme con un “Es que...”. No la dejo terminar y, tras verle sendo crucifijo de oro al cuello, le pregunto: “¿Es usted católica?”. “Siií”, contesta débilmente. “Entonces, ¿no sabe que robar es un pecado y además es un delito muy grave?”. Rompe a llorar otra vez. “No, con lagrimitas no resuelve nada señora. Vamos, ¿unos mugrosos calcetines? ¿Qué no le da vergüenza?”. Asustada ofrece pagar el doble del precio de los calcetines si la dejamos ir.

AA