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—¿Homenaje? —preguntó Miguel Habedero.

—Sí, homenaje —respondió la voz de una mujer con acento del norte.

—No estoy muerto —dijo, y colgó el teléfono.

Era casi la una de la tarde, aún estaba en pijama, la barba y el cabello blanco despeinados y grasientos. Aun cuando le había resultado difícil afrontar la separación de Alfonsina, su cuarta esposa, logró hacerse con un refrigerador pequeño y una parrilla eléctrica e instalarse en un departamento de dos habitaciones en la colonia Narvarte. Por si acaso, y gracias a un contacto en el bajo mundo, también había comprado el revólver calibre .38 especial que guardaba en una caja de zapatos en el armario, consciente como estaba de haber llegado a la edad en la que los hombres verdaderos se quitan la vida. El teléfono sonó una vez más mientras agitaba con una cuchara el sustituto de azúcar de su primera taza de café instantáneo.

—Aún estoy vivo, y aunque estuviera muerto no merezco un homenaje.

—Queremos que venga a Chihuahua y nos hable de su obra —la voz era ronca y con el timbre agudo al final de la frase que a Habedero le pareció sexual.

Sí, la voz de una mujer que desayuna anfetaminas y whisky, que oscila entre la alegría desenfrenada y la postración, de ésas que cuando ríen parece que están llorando, pensó. Su libido era como China en el siglo XIX: un gigante dormido. Miró a su alrededor, en lo que se había convertido su vida: maletas abiertas sobre una cama deshecha, cajas de libros apiladas y cubiertas de polvo.

—Hace muchos años que no voy a Chihuahua —contemporizó.

—Yo misma seré su guía. Catalina Rivas a su órdenes, maestro.