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En un rincón del cuarto donde dormía el Jorge había muchas cosas de mi papá. Unas pinzas, un martillo, una pala y un pico. Mi papá siempre traía el pico para todos lados, cuando iba a la mina, cuando venía, cuando iba con sus amigos. El pico era parte de él y se veía bien. El pico se veía bien también en mis manos y me ayudaría a poner las cosas en su lugar.

Allí en la sala, mi mamá estaba otra vez hablando con ellos y les hacía señas.

Cuando sintió mis pasos volteó a verme pero no se asustó, sólo agachó la mirada. Me vio el pico en las manos. Quiso abrir la puerta de la entrada para salir, pero la silla de ruedas, atorada entre los muebles, y mi mano en la chapa de la puerta, se lo impidieron.

Nunca gritó ni pidió auxilio. Sólo dio tres gemidos durante los catorce picotazos que le di en la espalda. Había, recargada junto a la pared, una consola que nomás era de adorno porque el tocadiscos no servía. Allí la acosté y la tapé con el mantel de la mesita de centro. Hay algo que nunca me quedó claro, no supe cómo entraron todos a la casa, mis hermanos y la policía. Yo cerré todo muy bien y le puse candado a todo, yo creo que por el techo o por la chimenea, como Santa Clos, ¿no?, porque la casa no tiene otro lado… Sabe, no sé cómo le hicieron.

Lo que sí hicieron muy bien y con engaños fue traerme aquí. Desde que salí de la casa hasta este lugar, me dijeron que veníamos con David, que él me quería ver, y te lo juro que no lo he visto. Pero ahorita que llegue, verás cómo los va poner por no haberme llevado pronto; sobre todo por nuestro hijo que estoy esperando, es muy peligroso este lugar para él.